Parece un escenario de ciencia ficción, pero imaginá que, de repente, internet cae en todo el mundo por 24 horas. Nada de Wi-Fi, ni datos, ni Google, ni redes, ni correos. ¿Qué pasaría?

Lo primero sería el caos: millones de empresas dependen de servidores online para funcionar. Se detendrían operaciones bancarias, pagos digitales, vuelos, logística, comercio, y gran parte del mundo laboral moderno.

Las redes sociales colapsarían, y junto con ellas, una enorme porción de la vida emocional y comunicacional de la gente. Muchos sentirían ansiedad, desconexión o frustración… pero otros, quizá, alivio.

Curiosamente, las conexiones presenciales aumentarían. Volveríamos a preguntar direcciones, leer mapas, hablar cara a cara. Y tal vez, por unas horas, recuperaríamos el ritmo más lento que perdimos con la hiperconectividad.

También sería un experimento brutal sobre nuestra dependencia digital. Hoy casi todo pasa por internet: desde lo básico (como pagar una factura) hasta lo existencial (identidad, memoria, vínculos, trabajo, ocio, autoestima).

La pregunta no es solo “¿qué haríamos sin internet?”, sino también “¿quiénes somos cuando se apaga la pantalla?”. Porque quizás, ahí, entre el silencio y la desconexión, encontremos respuestas inesperadas.

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